(Crónica)
Manteca
con sal
Pedro
Delgado, Caracas, junio de 2015
Una emergencia se le
presentó a mi vecina, el día cuando su
niña se cayó del velocípedo que manejaba por el estacionamiento del edificio.
Muy angustiada tocó a mi puerta para preguntarme por algún
ungüento antiinflamatorio. Su hija resultó golpeada en la frente y un chichón asomaba por su cabeza de siete años.
“No tengo Dencorub, y el Iodex no se consigue ya, vecina”, le dije algo
preocupado ante la inflamación y el lloriqueo de la nena. “Pero si quiere puede
ponerle margarina con sal; eso es efectivo”. Completé el comentario (ante el
asombro de la vecina), recordándole que la escasez y la especulación están a la
orden del día. “Ese remedio nunca faltó en nuestro hogar”, terminé diciéndole.
Una opción muy similar a esa, era usada mucho
tiempo atrás cuando vendían en abastos o bodega la manteca vegetal para uso de
cocina. La abuela no perdía tiempo en untarla ligada con sal a cualquiera de
nosotros en la casa a la hora de un golpe y si era en la cabeza, más que
inmediatamente. Y era que ante el apremio de una emergencia, la inventiva
popular le salía al paso a cualquier eventualidad. Muchas las soluciones
caseras que al paso del tiempo, han sido olvidadas ante la imponencia del
mercado de medicinas convencionales, expendidas en las casi ya desaparecidas
farmacias o las cadenas comerciales de igual ramo. La modernidad y el monopolio
por delante.
En nuestra casa nunca faltaba en la despensa
de mamá y abuelita (comprados en pulperías o boticas) el aceite de coco, que al
ligarlo con la pepa de aguacate rallada, resultaba un potente enemigo para
piojos o liendres. La leche de coco ligada con jugo de piña, ingresaba a
nuestro estómago purgando y exterminando cualquier invasión de parásitos. El azul
de metileno; muy recordado tatuando nuestras bocas a la hora de la aparición de
molestosas llaguitas, producto de alguna infección. El aceite de palo; oportuna
protección contra algún tétano que intentara aparecer en el cuerpo, luego de la
punzada de un clavo en el pie o alguna descuidada cortadura. La botella de
aceite de hígado de bacalao en el turno del almuerzo, era destapada para el
disgusto de los pequeños de la casa: “¡Huesos y dientes sanos!”, exclamaba
papá. ¿Y la botella de aceite de ricino
ante los síntomas de tos y gripe?, eso era para uno ponerse a llorar. Los
dolores de cabeza sucumbían ante el frotado del aromático bayrum; una botella
con alcohol y las ramas de esta mata dentro, nunca faltaba. El polvo de
ruibarbo, mezclado con refresco de tamarindo, se convertía en un potente
depurativo al momento de limpiar nuestras caras adolescentes de barros y
espinillas.
En fin, que la lista es larga y la evocación
infinita a la hora del recuento de tan variada gama de aquellos remedios que,
sin despedirse, desaparecieron de nuestras alacenas y botiquines.
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